Remembranzas

Madre no hay más que una y cómo esta sea, en realidad, no importa. Con sus errores y aciertos, ellas siempre se han comportado con nosotros lo mejor que han sabido y las circunstancias de la vida les han permitido.

¿Pero hemos sido siempre conscientes de ello, valorándolas como debíamos? ¿O es otro aprendizaje más que solo enseña el paso del tiempo?

¡Qué mano hacedora fue la que con gran acierto dispuso que en mi hombro se posara una bella mariposa, mientras yo descansaba en el jardín y mi mente libre navegaba por ese mar de recuerdos que me devolvía a la infancia!

Recuerdos de cuando, siendo muy niña aún, mi corazón solo concebía que el amor y el cariño se mostraban con besos y abrazos, con mimos y caricias de los que tú andabas escasa.

En la oscuridad de la noche, triste y llena de enojo, todo lo que hacías yo te lo reprochaba confesándome con la almohada.

Te pasabas el día dándome lecciones y reprendiéndome como si fuera una oveja descarriada. Te miraba y me mirabas. Yo buscando un poco de amor y tú, quizá, esperando encontrar un poco de comprensión.

Eran aquellos tiempos en los que el amor y el cariño, tan maltratados por la vida, vivían muy escondidos en el fondo del armario.

Tan difícil y duro era existir, que tú siempre tenías la voz en alto y la mano a la vista ondeando la zapatilla, recordando “no te salgas del camino y aprende a cuidarte tú, que si no, no lo hará nadie”.

¡Qué duras me parecían entonces aquellas palabras que me hacían sentir que no me querías!

Durante un tiempo fui juez y verdugo, hasta que me tocó ser madre y entonces sucedió que de juzgar, pasé a ser juzgada. De ti, madre, me acordé y aunque tiempo me llevó reconciliar mis sentimientos con la razón, a voz en grito al mundo proclamaré que te quise y te querré y ojalá que esa bella mariposa que durante un fugaz instante en mi hombro se posó ¡fueras tú, madre mía!

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