Revisando el almanaque, me percaté de que ya nos encontrábamos en el mes de abril, en el cual se celebra el día de la Madre Tierra. Ella es nuestro todo, la que con su generosidad nos da la vida haciendo uso de sus recursos naturales.
¿Os imagináis que un día nos levantáramos de la cama y al abrir la ventana no pudiéramos respirar por el alto grado de contaminación del aire? ¿Que fuéramos a beber un simple vaso de agua y del grifo solo saliera un pequeño hilo de un líquido turbio y pestilente? ¿Que el campo se volviera estéril y ya no nos brindara más sus frutos y que cualquier ser vivo que nos sirviera de alimento desapareciera de la tierra? Y si de repente, se acabara la vida social y no pudiéramos relacionarnos con amigos y familiares, ¿qué sería del ser humano, cómo sobreviviría y qué le diríamos en ese momento a ella, la que nos da la vida… “Perdón, no volveremos a hacerlo nunca más”?
Para invitar a reflexionar sobre cómo actúa el hombre, devastando y saqueando a la Madre Naturaleza, eché mano de una de mis historias, en la que se cuenta que hace ya bastante tiempo, en una aldea vecina vivía un labrador en un hermoso paraíso. En él tenía un pequeño huerto, del cual recolectaba lo suficiente para alimentar a su familia.
Se cuenta también que al lado del huerto había un frondoso bosque, repleto de árboles, arbustos y todo tipo de animales. Detrás de la casería se encontraba una majestuosa montaña, de la cual brotaba un manantial que serpenteaba ladera abajo hasta convertirse en un caudaloso río que, al pasar por las tierras del labrador, a este le obsequiaba con abundante pesca y riego, para después ya satisfecho de su labor, seguir su camino hasta desembocar en el vasto mar.
Dicen que era tal la calidad y cantidad de alimentos recolectados, que el labrador empezó a ofrecérselos a amigos y vecinos y estos le pagaban, bien en dinero o bien con algún favor que le reportase beneficios.
También se cuenta que tenía un pequeño cuarto en el que guardaba un enorme cofre con todas sus ganancias. El placer que le producía ver el cofre, cada vez más lleno, despertó en él una lujuriosa avaricia, que le llevaba a deleitarse pensando cuánto más podría tener si su huerto fuera más grande y productivo.
Y así, taló el bosque para aumentar la tierra de cultivo, acabando con los árboles que proporcionaban oxígeno y propiciando que los animales se dispersaran al perder su morada.
Empezó a utilizar pesticidas, herbicidas y fertilizantes químicos que esquilmaban y agotaban la tierra y que llegaban al río, contaminando sus aguas primero y más tarde las del mar, acabando por perderse todo tipo de fauna y flora marítima. Dejó la gradia y el arado y empezó a utilizar plásticos y maquinaria invasiva que corrompía y arrasaba todos los recursos naturales.
Y cuentan que al principio funcionó y el labrador, satisfecho, llenaba su arca y se enorgullecía
del trabajo realizado, pues su huerto era el más productivo de la zona.
La Madre Tierra, cansada del saqueo al que se veía sometida, empezó a mandar avisos, pero el labrador hacía caso omiso de las advertencias, mirando hacia otro lado o, mejor dicho, mirando hacia el cofre, colmado de pingües beneficios que cada vez eran más y más, pero nunca los suficientes para satisfacer su codicia. Y cuentan que así pasaron los años, hasta que un día la Madre Tierra, enfurecida y preñada de los malos tratos recibidos, empezó a vomitar, desde lo más profundo de sus entrañas, grandes lenguas de fuego y lava y nos mandó fuertes tormentas de granizo y nieve, vientos huracanados, pestes, enfermedades y miserias.
Y el ser humano, mientras susurraba “perdón, no volveremos a hacerlo”, poco a poco fue desapareciendo de la faz de la tierra.
¿Estamos acaso ciegos o es que no queremos ver las señales que nuestra dadora de vida nos envía? Parece que nos importa poco lo que hoy ya ocurre y lo que mañana vendrá, que todos los que detrás han de llegar se arreglen como puedan, a nosotros qué más nos da…