El tesoro

En el periodo estival, cualquier lugar del pueblo es bueno para narrar cuentos o revelar sueños: una plaza, un parque, la escalinata…

Las gentes que vienen de fuera para disfrutar de sus vacaciones ya me conocen de otros años y me saludan al pasar: “Buen día, Pepa”, “hasta luego, nos vemos pronto”, “¿tienes historias nuevas que contar?”…

Erase que se era, una mujer soñadora que soñaba despierta y también lo hacía dormida. Una noche se acostó haciendo cábalas sobre qué le depararía el futuro y tuvo un sueño misterioso, una revelación… Soñó, con minucioso detalle, que a una legua de su casa, tras cruzar el río que lleva al prau de la Vega, en el preciso lugar donde florece el acebo, se encontraba un tesoro escondido. Se trataba de un botín que habían enterrado los moros allá por la Reconquista, cuando tuvieron que salir por pies, por ser más seguro correr que plantar cara a don Pelayo.

Se despertó la buena mujer muy segura de la verdad de su sueño y, ni corta ni perezosa, temiendo que los que lo habían enterrado volviesen a buscar lo que dejaron, apremió a sus cinco hijos a pertrecharse con picos y palas y, a eso de la media noche, se dirigieron hacia el punto exacto desvelado en el sueño, cuidando de no ser vistos ni por vecinos ni por extraños, no fuera que hubiese que repartir el premio.

Se pusieron a excavar con ahínco un hoyo cada vez más hondo, cada vez más amplio… Las horas iban pasando sin que el tesoro prometido apareciese. Las dudas comenzaban a atenazarla y en silencio se preguntaba: ¿Será este el sitio o tendré que volver a soñar?

Aún así, dando muestras de gran seguridad, seguía animando a sus hijos para que no desesperaran.

Cava que te cava, la noche se fue alejando y fue despertando el día. Al alba, decepcionados y exhaustos al ver que el tesoro era la nada, se dispusieron a tapar el agujero, que más bien parecía una zanja, y volvieron a su casa con las manos vacías y la derrota en la mirada.

La soñadora no había averiguado aún lo que el sueño significaba: que el tesoro era ella, sus valores y la actitud y el optimismo con el que iba por la vida.

Pero no se vayan señores, que esta historia continúa, pues, al llegar la mañana, el propietario del prau sacó les vaques a pacer y se encontró con la zanja, que al haber vuelto a ser llenada de tierra, se asemejaba a una sepultura.

“¡Mal rayo les parta!”, exclamó el aldeano.

Soplaban por aquel entonces vientos tempestuosos, de altercados y reyertas, y este se imaginó que, aprovechando la noche, alguien se había tomado la justicia por su mano y allí mismo había dado sepultura a algún pobre desdichado. El campesino, haciendo gala de buen cristiano, le puso una cruz con dos palos y una piedra que decía: “Que Dios te acoja en su gloria, hermano”.

Y desde entonces, en el prau de la Vega, una cruz marca el lugar donde aguarda, profundamente enterrado, un tesoro morisco.

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