En los albores del día, cuando el sol ya saliendo está y la luna se despide, emprendo mi camino, sin ningún propósito ni ningún destino.
Subiendo la cuesta de San Roque, patrón de los peregrinos y gran amigo de los canes, me asomo al mirador para ver al pueblo amanecer y disfrutar de su aroma a café de puchero y marañuela recién horneada.
Las campanas, al tañer, a todo el pueblo saludan; dan la hora y avisan “¡Feligreses a misa y los santos de la puerta de al lado que acudan a su trabajo!”.
El despertar del pueblo y las fragancias que despide me hacen viajar a mi niñez… Miles de recuerdos afloran a mi memoria: aquellas tardes de invierno, cuando las mujeres se reunían en las casas, alrededor y al calor de una cocina de carbón, para hacer labores y contar historias. Seis madejas de lana, un jersey para el marido, la novia el ajuar bordaba y la abuela a los calcetines un zurcido les hacía. La radio prendida, que ninguna tarde faltara, con los consejos de aquellos tiempos sugeridos por la famosa Helena Francis.
En uno de aquellos días, una de las mujeres contó una historia y, aunque yo era muy niña, atentamente la escuché. Relataba que en todos los pueblos las gentes diferentes ideas tenían. Discrepaban y discutían, pero nunca la sangre al río llegaba. Podría decirse que reinaba una cierta armonía, hasta que un día, alguien encendió la mecha y estalló la guerra. Vecinos, hermanos y amigos en bandos se dividieron y, aunque hubo un ganador, todos salieron perdiendo, en valores y dignidad.
Fernando y Marina vivían a las afueras del pueblo, en una pequeña granja. Él trabajaba en una empresa de transporte. Tenían además un huerto y algunos animales, que les proporcionaban una cierta holgura y solvencia económica.
Fernando pertenecía al bando de los perdedores y, como los ganadores vinieron para quedarse por mucho tiempo, con el ánimo fuerte para imponer sus ideas y débil para entablar el diálogo, a
Fernando no le quedó otra solución que emigrar a las Américas, para preservar su vida y buscar futuro mejor para él y para Marina. Ella se quedó en el pueblo, esperando que los ánimos se calmaran y deseando que, algún día no .muy lejano, su marido pudiera regresar o la llevara con él
Las penalidades eran muchas, lo cual propiciaba que esta mujer trabajara en todo lo que podía, unos días limpiando las casas de los que tuvieron más suerte y no perdieron todos sus bienes y otras veces en el pequeño huerto del que disponía.
Pasaron más de dos años desde que Fernando, buscando fortuna y mejor vida, había emigrado a América, cuando, un día, Marina, empezó a notar un cambio muy aparente en su cuerpo. Su tripa empezó a crecer desmesuradamente y, como hay situaciones difíciles e imposibles de esconder, a todo el pueblo le quedó muy claro que Marina estaba preñada.
Ella nunca dio explicación alguna de su embarazo ni de quién sería el padre, pero todo el pueblo comentaba y presumía de conocer el secreto que esa mujer ocultaba.
Marina los lunes limpiaba en casa del boticario:
Puntual y sin ningún retraso, a los nueve meses nació un chaval. Tenía el pelo rizado, la piel color de la canela y la mirada dulce como la miel, que te recordaba a … ¿A quién se parecía Manuel?.
Las hojas del calendario los años nos van mostrando y cuando ya Manuel de barba presumía, una tarde de verano, en el patio de su casa, con tristeza y melancolía, con un amigo se sinceró. Le contó el secreto que esa casa escondía y a él tanto le roía.
Qué triste e injusta es la vida, que por culpa de ideologías a mí me llaman bastardo. Mi madre quedó por furcia y mi padre vive escondido como un topo, detrás del armario de la cocina.
Cuando los ánimos se calmaron y al que mandaba el tiempo se lo llevó, Fernando regresó al pueblo, dejando atrás las Americas. Orgulloso por la villa, paseaba del brazo de su mujer y charlaba con Manuel.
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