Adela, cuarenta y tres años, compañera de Alejandro y madre de dos niños, Lucía de doce años y Luismi, de nueve, trabaja de cajera en un supermercado y, aunque las cosas no les van mal, hay ciertos caprichos que no se puede permitir.
El espejo, delator de verdades, le empezó a susurrar hace ya algún tiempo que por su rostro asomaban las primeras huellas del paso de los años. Los únicos cuidados que se había concedido hasta ahora habían sido algunos remedios caseros elaborados por ella misma. Así que un día decidió ahorrar y darse un capricho. Pegó con silicona los bordes de un tarro de aceitunas vacío, para evitar así tentaciones, e hizo una ranura en la tapa, a través de la cual fue introduciendo durante todo un año monedas de dos euros.
Cuando por fin llegó el día en el que el tarro no admitía más monedas, Adela ya había encontrado una tienda online canaria con precios muy asequibles. Rompió el tarro y se congratuló al ver que sus ahorros le alcanzaban para adquirir un set de belleza y hasta para un pequeño frasco de perfume. Las navidades estaban a la vuelta de la esquina y pensó que sería un regalo estupendo para hacerse en Nochebuena.
Hizo el pedido y en la sección de notas escribió: “Estimado vendedor: Me imagino que estará muy ocupado, dadas las fechas que se avecinan, pero le quería pedir un favor: ¿Sería posible que el paquete me llegase para Nochebuena? En este pedido va todo un año de ahorro, muchos cafés sin tomar y un montón de ilusiones, sería todo un regalazo. Le doy las gracias por adelantado y le mando un abrazo muy apretao.”
El tiempo pasó veloz y los villancicos y las bombillas de colores que engalanaban las calles anunciaban la llegada de la Navidad.
Ya fuese porque el vendedor se apiadó de Adela o porque el destino así lo dispuso, el día veinticuatro por la mañana llegaron unos cuantos paquetes y, entre ellos, uno muy pequeño con remite de Canarias.
Adela daba saltos de alegría. Sus cremas habían llegado en la fecha deseada. Entrada la noche, después de cenar, todos abrieron sus regalos. Adela no cabía en sí de gozo, disfrutaba sacando cada tarro, leyendo minuciosamente las indicaciones de uso, abriendo las tapas para observar la textura y disfrutar de los aromas. Se percató de que habían incluido unas cuantas muestras y sonrió agradecida.
Se puso unas gotas de perfume y lo volvió a meter todo en la pequeña caja. Estaba tan bien presentado que quiso disfrutar un poco más de su tesoro.
A la mañana siguiente, Adela se levantó temprano. Su perro Rufo le estaba reclamando su paseo matinal, durante el cual ella aprovechaba también para hacer algo de ejercicio.
Alejandro, al ver que Adela se marchaba, fue a despertar a los niños y les animó a bajar el plástico y el cartón, tarea de la que siempre se ocupaba su madre: “Vamos a limpiar todo; vosotros recoged el cartón, metedlo en la caja más grande y llevadlo al contenedor de reciclaje. Yo mientras pasaré el aspirador”.
Cuando Adela llegó a casa, la encontró impecable. Sonrió, mientras disfrutaba de esa dulce paz que transmite el orden, posando la mirada en cada pequeño rincón. Fue entonces cuando, de repente, echó en falta su preciado tesoro. “¡Alejandro! ¿Dónde está mi caja de cremas?”. “¿Cómo dices?”. “Sí, la caja con mi regalo de Navidad. La dejé encima del mueble de la entrada”. “No me jodas, no me jodas…”. “¿Cómo que “no me jodas”?. ¿Qué pasa…?”. “Niños, venid aquí ahora mismo”. “¿Qué ocurre, papá?”. “¿Qué cartón tirasteis a reciclar?”. “Nos dijiste que lleváramos todo lo que encontráramos y fue lo que hicimos”. “¿Y la caja de cremas de vuestra madre?”. “No sabemos, lo hicimos todo muy deprisa, queríamos darle una sorpresa a mamá”. “Pues se la hemos dado, hijos, se ha quedado boquiabierta. No para de ir de un lado a otro del salón, parece que está endemoniada, te fulmina con la mirada y te remata con la palabra… Mejor que la dejemos sola un rato, porque menos guapos nos está llamando de todo”.
Viendo el disgusto que le habían dado a su madre, a los niños se les ocurrió una idea. No sabían si funcionaría, pero nada perdían por intentarlo. Cogieron el teléfono móvil de su padre, buscaron un número y acto seguido marcaron. Al otro lado de la línea, un hombre amable y cordial les dio los buenos días. “Cogersa, ¿dígame?”. “Buenos días. Me llamo Lucía… ¿Le puedo contar una historia?”. “Claro que sí, cuéntame, te escucho”, le contestó el empleado con curiosidad. “Verá usted… Mi madre está muy disgustada porque…” Y después de relatarle todo lo sucedido, Lucía y Luismi, ansiosos por conocer la respuesta, preguntaron: “¿Se puede hacer algo para que nuestra mamá pueda recuperar su regalo?”.
Con gran amabilidad y empatía, el operario les respondió: “¡Claro que sí! Solo tenéis que darme la dirección en la que se encuentra el contenedor de reciclaje y el número de teléfono de la persona que irá a recoger el paquete extraviado”.
“¡Gracias!”, dijeron los niños. “De nada, para eso estamos. Espero que a vuestra madre se le pase pronto el enfado”.
No había transcurrido ni una hora cuando otro trabajador de Cogersa se puso en contacto con Adela para quedar con ella al lado del contenedor.
Las horas se le hicieron interminables esperando el momento y pensando en lo que se podría encontrar, pues lo más probable es que todo estuviera hecho añicos. Cuando el hombre llegó, abrió el contenedor y con infinita paciencia y delicadeza, fue recogiendo uno a uno todos los tarros y muestras que estaban desperdigados por el fondo del contenedor, eso sí, en perfecto estado. Lo metió todo en la pequeña caja y se la entregó a Adela, y esta, ya desde la tranquilidad, le correspondió con una enorme sonrisa de sincero agradecimiento.
Todos las cosas tienen el valor que uno les quiera dar. Gracias a todas esas personas que derrochan amabilidad y empatía, que saben valorar los sueños e ilusiones de los demás y les ayudan a hacerlos realidad, por insignificantes que estos puedan parecer.
