Pepa Barrera, una viajera incansable, afable y tierna, observa la vida con una sonrisa. Defensora de las causas que los demás dan por perdidas, reserva una dosis de mal genio para las injusticias que se cruzan en su camino. Tiene ya muchos años y, por ende, mucha vida vivida.
Un día le preguntaron:
- ¿Pepa, qué es el tiempo?,
- ¿Qué tiempo? ¿El de la lluvia y el viento? ¿El del frío y el calor, las tardes de sofá y manta, los días de playa y sol?
- No, Pepa, ese tiempo no. El tiempo del reloj, el que marca las horas y los minutos, el del tic tac, tic tac que suena sin parar, el que pasa tan veloz cuando estamos juntos y me cuentas tus historias.
- ¡Ay, amigos míos! El tiempo es un tesoro que no sabemos valorar. La mayoría de las veces lo perdemos, olvidando que nunca lo podremos recuperar.
Os contaré una historia que me ocurrió un día, paseando por Luanco, cuando con el pasado me encontré:
Un anciano y un niño mirando el reloj están. El anciano se pregunta ¿Cuánto camino me quedará por andar? Y el niño le demanda “¡Vamos, abuelo, vamos, que es tiempo de jugar!”.
Al pasar junto al anciano, sus ojos sabios me miran con complicidad. Sus canas y las mías tienen mucho de que hablar. Con la voz quebrada por los años, empezamos a conversar.
“Pepa, con esta edad que tengo puedo muy alto decir que es mucho lo que he vivido y contigo lo quiero compartir. Vengo del Campo Santo, de visitar a mi mujer que hace unos cuantos años que de mi lado se marchó. Era una mujer hermosa, amiga y compañera fiel. Siempre estuvo a mi lado cuando la necesité.
Lucía y María se llaman las hijas con que la vida nos obsequió.
Ella el tiempo repartía entre las labores de la casa y un negocio que teníamos. Al final del día paseaba charlando con los amigos. La vida transcurría tranquila y sin sobresaltos.
Pero un día la mala suerte se cruzó en nuestro camino. Apareció sin avisar y mi esposa enfermó gravemente.
Fue un largo y doloroso padecer, recorriendo clínicas y hospitales, consultando a todos los especialistas que pudimos encontrar. Hasta que finalmente, un día, los médicos a la familia reunieron. Con gran pena y pesar, pues una vida de las manos se les escapaba, nos dijeron: “ya nada se puede hacer; se acerca el final”.
Ella, mirando fijamente a una de nuestras hijas, le dijo:
- Qué rápido pasó…
- ¿El qué pasó, madre?
- La vida, hija, la vida. Parece que fue ayer cuando mis primeros pasos di y hoy, aquí, desde mi lecho de muerte, con los últimos ya cumplí.
Y ella, aferrándose fuerte a la vida, decidió jugar la ultima partida. Le pidió a su hija un reloj y esta, extrañada, se lo acercó. Despacio y ya casi sin vida, movió con suavidad las manecillas.
– Voy atrasar la hora, hija. A ver si así se alarga la vida…”
Dicen que nuestro destino está escrito y no lo podemos cambiar ¿Será verdad?
Porque el reloj se paró, se acabó el tiempo, se acabó la vida…
¡Vamos, abuelo, vamos! ¡Deja ya de hablar, que es tiempo de jugar!