Capítulo X – 47 años –

Tenía cuarenta y siete años cuando mi mente, ante el hastío de no ser escuchada, decidió crear un departamento imaginario de realidades alternas, desde donde elaboraba fantasías y mundos propios. Cuando la realidad no nos da cabida, la mente se inventa otra. Y en esa otra no hay límites, no hay juicio, no hay espera… Hay creación pura. La mente rompe el contacto con lo real y no lo hace por debilidad, sino por saturación. Porque cuando la cordura se convierte en una celda, el delirio es un acto de libertad.

Ustedes se preguntarán: “¿Pero esta mujer no tenía a nadie a su alrededor que se diera cuenta de su situación?” Pues sí, claro que tenía, gente que me quería y ante todo que confiaba en mí.

Porque entre todas las cosas, estaban mi marido, mis hijos, amigos, vecinos…

Pero cuando en toda tu trayectoria de vida nunca has tenido un desequilibrio mental y has sido siempre una mujer responsable y cumplidora con su trabajo y una esposa y madre modélica, si le dices a alguna de estas personas “he descubierto que mi marido es un terrorista”, con todo el respeto del mundo te escuchan y te otorgan el beneficio de la duda. Esta vida puede llegar a ser tan surrealista que nadie es capaz de decir tajantemente, sin albergar duda alguna, “no, eso que estás diciendo no es verdad”.

Prueba de ello es que, más adelante, uno de mis hijos me contó que un día que se encontraba solo en casa, descolgó el teléfono y, convencido de que le escuchaban, dijo “por favor, no investiguen más a esta familia y dejen a mi madre tranquila”.

También hay que tener en cuenta que yo mantuve todo en secreto prácticamente hasta el día en que estallé en la calle. Fue a partir de ahí cuando el caos y la incertidumbre invadieron mi hogar. Los tres o cuatro días siguientes fueron más de lo mismo, hasta que una mañana muy pronto, casi de madrugada, llamé a la puerta de mi vecina y querida amiga Pilar para volver a contarle toda la cadena de fantasías elaboradas por esa nueva sección de mi mente que acaba de instalarse.

En esa ocasión, ya no tuve ninguna oportunidad más de ser creída. Con todo el cariño del mundo y sin llevarme la contraria en ningún momento, me cogió de la mano y me llevó a mi casa. Habló con mis hijos y todos emprendimos el camino hacia el hospital Ramón y Cajal. Ninguno de nosotros era consciente de lo que pasaría a continuación.

Ya en urgencias, el facultativo correspondiente me preguntó “¿qué te pasa?”. “¿Para qué se lo voy a contar, si usted no me va a creer?”. “Inténtalo”, me dijo. Y ya ahí, ahogada en un mar de lágrimas, le relaté todo lo que me sucedía.

Sus siguientes palabras me dejaron marcada de por vida. “Te quedas ingresada en este centro, en la planta octava, psiquiatría”. No daba crédito a lo que estaba oyendo. Eso no podía estar sucediéndome a mí, yo no estaba loca.

Después de ponerme un buen chute de sabe dios qué… hundida, confundida y asustada por aquella situación tan traumática, llegué a ese lugar tan temido por todos. No es una experiencia nada placentera que te tilden de demente y te ingresen en un psiquiátrico.

¿Qué es la locura? La locura es una ruptura con el orden racional del mundo.

Platón decía que hay una “locura divina” ligada al amor, la poesía y la profecía, que puede acercarnos a lo verdadero.

Michel Foucault analizó cómo la sociedad define la locura para excluir al diferente y cómo se usa la “razón” para controlar.

Nietzsche veía la locura, no como debilidad, sino a veces como una consecuencia de ver la verdad demasiado clara, cuando otros aún viven en la ilusión.

Así que, filosóficamente, el “loco” no siempre es alguien perdido, sino quizá alguien que ve o siente algo que los demás no pueden o no quieren ver.

Nos vemos el próximo mes con “15 días en el psiquiátrico”.

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