Sí, eso fue lo que dijo mi mente, harta de sentirse ninguneada, reprimida, no escuchada… Estalló, y lo hizo con tal virulencia, que se llevó todo por delante, al mismo tiempo que creó un nuevo apartado en este tan complicado cerebro, una sección que deliraba y que llegó para quedarse.
A partir de ahí, empecé a sentirme como si tuviera dos mentes: una que se comportaba con normalidad y resolvía y gestionaba cualquier situación como si no pasara nada, y la otra, la recién llegada, convertía con sus delirios sensitivos o sus brotes psicóticos la realidad en una ficción psicológica.
En uno de los primeros capítulos de esta serie de historias decía que, para que la predisposición genética termine por desencadenar un proceso patológico, se tienen que dar las circunstancias que lo favorezcan. Considero que, en mi caso, esa situación se cumplió con creces y me llevó a un punto de quiebre.
Una infancia con graves carencias, mi hipersensibilidad, que me llevó a una gestión de emociones muy deficitaria, estrés continuado, menopausia, tabaquismo, abuso de fármacos para la alergia y, como desencadenante o punto de fricción, todo el desequilibrio que me crearon los viajes de mi marido. Todo aquello fue como ir acumulando presión en una olla sin válvula de escape.
Al principio parecía que aguantaba, que controlaba… ¿Cómo no? Nos aleccionaron para ser súpermujeres, para rendir al máximo en todos los aspectos: trabajo, familia, emociones, apariencia… Como si no hubiera espacio para la vulnerabilidad. “Tú puedes con todo”… ¡Qué engaño más grande! Porque por dentro, poco a poco, algo se va rompiendo al no encontrar forma de soltar y de comprender. No me cansaré de repetir que este tipo de enfermedades no aparecen de la nada, son el desenlace final de todo lo acumulado durante años.
No sabría decirles con exactitud cuándo empezó todo, si fue uno o dos meses antes del estallido final, pero lo que sí les puedo decir es que el sufrimiento fue horrible. Nunca sabemos lo que un cuerpo puede aguantar hasta que este nos pone a prueba. Tenía la sensación de que estaba pagando dos veces: una cuando los hechos acontecieron y otra cuando mi mente los desenterró para redimir la situación.
Dejé de confiar en todos y en todo. Cuando salía a la calle, me sentía observada y que hablaban de mí. Veía señales en todas partes (en la publicidad, en los rótulos, en los nombres de establecimientos…), de los cuales concluía que algo malo nos iba a pasar a mi familia y a mí.
Canciones en la radio -es el día de hoy que todavía me cuesta escuchar música, las letras me traen recuerdos de delirios que prefiero dejar en el pasado-. Estaba continuamente alerta. Noticias en televisión sobre atentados terroristas que me llevaron a deducir que mi marido era un fanático y que pertenecía a una red internacional. El teléfono estaba intervenido, en la casa había cámaras por todas partes que me vigilaban constantemente…
El simple hecho de utilizar el cuarto de baño, creyéndome observada, me llevó a obviarlo durante días. Otras veces, tal era el pánico que sentía, que mi vientre se descontrolaba por completo y tenía que claudicar ante tal humillante situación.
Dormía mal o no dormía, mi cabeza era un torbellino, un ruido constante…
Los miembros de la organización habían resuelto deshacerse de mí. Algo terrible me estaba pasando y no podía contárselo a nadie, por mi seguridad y la de mi familia.
No quiero dejar de mencionar que en el desarrollo de todos los tipos de delirios por los que pasé, jugó un papel muy importante el hecho de ser una persona proclive a la imaginación (al tenor del burro, la albarda).
En aquel tiempo, en una de las visitas a mi psicóloga, esta, con una sonrisa muy cercana, me dijo: “¿de dónde sacas toda esa cantidad de fantasías?”
No es fácil hablar de esto: hay miedo, vergüenza, estigmas… Pero también hay mucha verdad y contarla es mi manera de honrar ese momento. Porque, aunque me rompió, también me ayudó a dejar de huir, a entender que, a veces, para reconstruirte, primero tienes que desmoronarte.
En el siguiente capítulo: Vivir con un terrorista.