Capítulo III – Los 15 años –

Parece ser, según afirman algunos estudios, que la idea tan ampliamente aceptada de que no utilizamos el cerebro en un 100% es una leyenda urbana. En términos prácticos sí lo estamos haciendo, pero no siempre de la manera más eficiente, o en su máxima capacidad para todas las tareas.

Bien, esto es lo que dice la ciencia, pero yo hablaré de mi experiencia, de mi viaje personal por esta tierra de dragones, por ese territorio desconocido que es nuestra psique, donde hay zonas inexploradas, territorios míticos que no comprendemos del todo, donde podrían residir fuerzas poderosas (como emociones profundas o instintos y pensamientos reprimidos).

La gente, cuando se relaciona con un loco, solo ve su irracionalidad y su faceta discordante. Pero si fuesen capaces de captar su rico mundo interior, lo que sentirían sería admiración.

Esta es una enfermedad muy dura, en la que se sufre mucho, pero en la que también se viven experiencias únicas, que luego, ya en los momentos de cordura, echamos de menos y deseamos revivir. Momentos en los que nuestro cerebro está funcionando a un nivel superior al normal, en los que todo lo que hacemos es a lo grande, solo que mal canalizado… Esas fuerzas se encuentran descontroladas porque no sabemos manejarlas.

Es una pena que la única forma que se conoce (o se quiere conocer) hoy en día de canalizar a un loco, sea anulándolo con un tratamiento psiquiátrico. En aquellos tiempos cuando visitaba al psiquiatra, yo siempre le decía: “Llegará el día en que la ciencia descubra que estas personas, cuando se encuentran en ese estado, están en un nivel superior, un nivel desconocido del que no se sabe nada. Los que hemos vivido esa experiencia, sabemos que hay algo más allá”. Les recuerdo que grandes nombres de la literatura, de la pintura, de las artes en general, estaban locos.

¿Por qué? El loco y el artista comparten la valentía de adentrarse en lo incierto, de enfrentarse al vértigo de lo incomprensible. Ambos nos enseñan que la humanidad no se define solo por lo que entendemos, sino también por lo que soñamos en las tinieblas. La pregunta sería entonces: ¿CUÁL ES LA REALIDAD?

Y sí, llegaron los 15 años, etapa de cambios, de descubrimientos, de crecimiento personal, etapa en la que todavía me costaba trabajo dejar atrás los juegos en la calle, la comba, el cascayu, el sentarme en cualquier rincón del pueblo con mis amigos, que siempre fueron muchos y de los que de todos guardo un grato recuerdo, amigos y amigas a los que tengo mucho que agradecer, ya que en muchas ocasiones fueron mis confesores y paños de lágrimas. No quiero dejar de mencionar aquellas maravillosas noches durmiendo con amigas y charlando hasta el amanecer.

Etapa de cambios en los que había que dejar atrás la niñez y recibir cautelosamente la pubertad y con esta el amor. Realmente era solo una niña, cuando un día que estaba saltando a la comba, sin buscarlo ni quererlo -como dirían en los cuentos de hadas-, acertó a pasar por allí un chico rubio, con unos pequeños y preciosos ojos azules, que, sin cortarse ni un pelo y a voz en grito, me dijo “¡Adiós, rubia!”. Y bueno, más que adiós, fue aquí me quedo, porque de esto hace ya 54 años y seguimos juntos…

Entre los quince y los veinte, fue un periodo de noviazgo y de seguir trabajando duramente. Época en la que se murió mi abuela, Pepa Barrera, y un pedazo de mí se fue con ella. Sin embargo, no lo recuerdo como algo triste ni traumático. Me lo tomé como algo natural, quizá porque, a esas alturas, la vida ya me había enseñado tanto los dientes que una parte de mí, para algunas cosas, era ya dura como una roca. Pero, para otras, mi hipersensibilidad seguía ahí, cara y cruz de una misma moneda, labrando el camino para que unos cuantos años después, por seguir sin saber cómo gestionar mis problemas, terminase donde terminé.

Nos vemos, si ustedes quieren, con… “Una carreñense y un gozoniego en Madrid”.

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