Carmina era una niña inquieta y revoltosa, a la que, quizás a causa de su carácter curioso, tan dado a querer conocer y experimentar todo, la vida le deparó un sinfín de vivencias: unas buenas y digamos que otras… no tanto.
La que hoy nos ocupa sucedió en Candás, más concretamente en el pedrero del Conexal.
Catalina, aquella mujer fuerte y trabajadora que iba sola por la vida con dos hijas y a la que le encantaba ir al cine, un día más, para sacar unes perrines extras que le ayudaran a sufragar esta instructiva afición, se dirigió al pedrero, llevándose con ella, bien sujeta de la mano, a Carmina.

Corrían los años 60 y a esta chiquilla le andaba rondando su sexto cumpleaños. Catalina bien pertrechada con un cubo en una mano y un cuchillo en la otra, se dispuso a recoger llampares, mientras Carmina jugaba saltando de roca en roca.
Una inmersa en su trabajo y la otra distraída con sus juegos, por un breve período de tiempo desconectaron y se perdieron de vista. Cuando la madre se percató de la situación, levantó la vista de su trabajo y, volteando la mirada de un lado a otro, empezó a buscar a la niña, a la que no veía por ninguna parte.
Angustiada por la crítica situación, empezó a llamarla repetida e incansablemente, sin obtener respuesta alguna. Su nerviosismo iba en aumento. Sin perder la compostura en ningún momento, saltaba con rapidez de roca en roca, cuando de repente, detrás de una de ellas, que sobresalía ligeramente sobre el resto, encontró a la niña incrustada en un pozo, con la cabeza completamente sumergida en el agua.
Con gran celeridad, cogiéndola de las pequeñas piernas, la rescató. Estaba completamente morada y no respiraba. Catalina tumbó a la niña en el suelo y, con lágrimas en los ojos, le tapó la nariz y empezó a soplar en su pequeña boca.
Ella, siempre que contaba esta historia, decía: “Yo te soplé y soplé, Carmina, una y otra vez, incansablemente y sin perder la esperanza de reanimarte. Y te soplé y volví a soplar; mi corazón en un puño y ahogada por la desesperación, hasta que, de repente, empezaste a escupir agua por la boca y a recuperarte lentamente”.
Hoy desde aquí, desde mi madurez y desde esa calma que te dan las experiencias vividas, tengo que decir que quizás deba mi vida a la industria cinematográfica, ya que no se me ocurre otra fuente de información de la que, en aquellos tiempos, mi madre pudiera adquirir nociones de primeros auxilios.
De esta trágica experiencia no recuerdo absolutamente nada: ni la lucha por salir del pozo, ni la falta de oxígeno, ni la necesidad de respirar y solo poder tragar agua, nada de nada. No guardo ningún miedo hacia ese sutil elemento; es más, uno de mis juegos preferidos era tirarme desde lo alto del muelle, disfrutar de la rápida caída introduciéndome en el agua hasta casi tocar la arena del fondo y luego, con la misma rapidez que bajaba, volver a subir a la superficie.
Tal vez el pozo del subconsciente sea el guardián de este dramático suceso, ya que durante muchos años me acompañó una pesadilla en la que me caía al agua y luchaba por salir.
La muerte, temible palabra a la cual -quizás por haberla rozado-, no le tengo ningún temor.