Gasparón

Gaspara y Gasparón eran un matrimonio que residía en una aldea perdida en las montañas del Sueve. Los dos vivían al compás de la gaita asturiana que este labriego tocaba.

Además de tocar la gaita, también labraba la tierra, tirando como un burro él solo del arado, llevando a cabo, con dedicación incansable, los riegos necesarios para cultivar cuatro sacos de patatas que, si las cuentas no le fallaban, después de sallar, cuidar y apartar la maleza, en ocho sacos se convertirían.

Pero el destino es cruel e impone un clima variable: el estío y la sequía, las tormentas de granizo que vienen seguidas de plagas que acaban con lo poco que había sobrevivido…

Amargo destino, que propiciaba que sus sueños se viesen siempre truncados. Nunca le tocaba el premio, pues cada vez que iba a sembrar con ilusión y esperanza, el destino de él se burlaba.

Pesaroso y triste, miraba los sacos vacíos, viéndose condenado a un irremediable ciclo perpetuo.

Gaspara le pidió que fuera a por peces al río y, tal era su enfado, que en lugar de pescar con caña, a pedradas los mataba. “Esta -decía- por todo lo que arrastré el arado como un burro, y esta otra por mi piel, que tantas veces se cubrió de sudor, y estas cuatro juntas por todo lo que sallé”.

Gasparon peces no cogió, pero tantas fueron las piedras que lanzó al río, que terminó por pasársele el enfado y volvió a coger el arado para empezar otra vez a plantar: cuatro sacos de patatas que, si las cuentas no le fallaban, después de mucho trabajar, en ocho se convertirían, porque el ser humano es constante y ante la adversidad tira piedras al río y vuelve otra vez a empezar.

Nada es seguro en esta vida que no nos da tregua y nos priva de paz y nosotros, mientras, al igual que Sisifo, vamos empujando la roca siempre montaña arriba.