Noche de luna y estrellas, noche de brujas y duendes. Suena alegre una dulzaina que la invita a bailar; de las princesas, la más bella, la más hermosa del lugar. El rostro lo lleva oculto, un abanico de nácar y plata nos impide de él disfrutar.
El día en que ella nació, muchos fueron los parabienes que de regalo recibió, pero una bruja maligna, envidiosa de su suerte, se lamentaba y quejaba por ser fea y horrorosa y a la niña, en su cuna, esta maldición le echó y un abanico le regaló: Que nadie de tu rostro pueda jamás disfrutar y por ende, de por vida, nadie se enamore de ti, ¡soltera te quedarás!.
Pero el abanico vida propia tenía y quiso a la bruja burlar, pues sentía mucho afecto por la princesa y la quería ayudar. Entre varilla y varilla un poco de luz dejó pasar, cuando a su lado se presentó un apuesto príncipe que venía de un lejano lugar. De la princesa se enamoró y raudos se desposaron. Hicieron una gran fiesta y de anfitriones tenían a la luna, las estrellas y a un montón de abanicos que al son de una dulzaina danzaban y danzaban plenos de felicidad.
La bruja se maldecía por tanto jolgorio y bullicio y para sus adentros sin parar repetía: «¡Maldito abanico burlón! ¡Qué poca lealtad has tenido conmigo! En cuanto me di la vuelta, cambiaste de chaqueta y sin dar explicaciones te fuiste con la princesa.