Nos adentramos en las Navidades, fechas en las que un sinfín de emociones invaden nuestro cuerpo y que cada uno gestiona como mejor puede.
Conozco a dos mujeres cuya peculiar singularidad las hace ser muy especiales: Manuela y María.
Manuela es una mujer con un corazón tan grande que no le cabe en el pecho. Es creyente de los pies a la cabeza y en nuestro íntimo trato, en esos momentos de profunda sinceridad, nunca la he visto dudar ni por un momento siquiera de la existencia de su Dios.
María es también una gran persona, pero en lo que atañe al aspecto religioso es la antítesis de Manuela, pues siempre se ha declarado una atea convencida.
Sin embargo, como dos polos opuestos, ambas se aprecian y se necesitan, profesándose un gran respeto mutuo, que ha ido afianzando su amistad a lo largo del tiempo.
María está pasando por un mal momento y en su desesperación recurre a su amiga Manuela, a quien dirige esta misiva:
Mi querida y entrañable amiga Manuela,
Espero que a la recepción de estas líneas te encuentres bien de salud. Como ya te comenté en cartas anteriores, por aquí la situación es muy delicada…
Sin ahondar más en las circunstancias que ya conoces, quiero compartir contigo una vivencia reciente: Perdida en mis pensamientos y abatida por el dolor, vagaba por el pueblo sin rumbo fijo, con la única intención de despejar un poco la mente. Mi mirada perdida se posó entonces en la emblemática Iglesia. Sus torres, como rodeadas de un aura mágica, me atraían y, sin razón aparente, comencé a caminar hacia ella. Ya en el interior, me encontré con un precioso nacimiento que me recordó que estábamos en Navidad. Me acerqué con timidez. Observé muy detenidamente el misterio, al buey y la mula, a San José, aquel humilde carpintero, a la Virgen María… Qué curioso, pensé, mi añorada amiga Manuela, que yo, siendo atea, me llame como ella… ¿Por qué? Y ese pequeño niño llamado Jesús… Acaricié muy suavemente sus piernecitas y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Me quedé mirándole perdida en el tiempo, no soy consciente de cuánto pasó.
Como bien sabes, Manuela, yo soy mujer de poca fe y más de una vez intenté rebatir tus convicciones y aunque me dijiste en reiteradas ocasiones que tu Dios escucha a todo el mundo, que su corazón solidario y sus brazos generosos están siempre abiertos para todo el que lo necesite, yo no me atreví a hablarle y mucho menos a pedirle ni rogarle nada.
¿Con qué cara y argumentos me presento ante Él, yo, yerma de creencias…?
Te escribo esta carta desde la más completa humildad, para pedirte que intercedas por mí. Siempre me decías que tu Dios es muy milagroso. Ojalá que tus oraciones lleguen hasta Él y se apiade de la situación por la que estoy pasando.
Te doy las gracias de antemano, Manuela, ya que estoy segura de que atenderás mi petición. Sin más, me despido de ti.
Tu fiel y leal amiga,
María.
Pasada la Nochebuena, María, ahora asentada en la tranquilidad, volvía a pasear por el pueblo. Esta vez no andaba sin rumbo fijo. Sus pasos fuertes y seguros se dirigían a la iglesia y, volviendo a acariciar aquellas piernecitas de suave terciopelo, su voz susurró suavemente “Gracias Yehōšūa, porque este año, como en los anteriores, en la entrañable velada familiar no ha habido ningún sitio vacío en mi mesa”.