El 20 de noviembre es el Día Universal del Niño y, como siempre suelo hacer, cuento una historia cuyo contenido tenga que ver con el tema del momento.
Para entender este pequeño relato habría que remontarse a otros tiempos, tiempos en los que la sociedad se regía por unos valores en los que los derechos del niño brillaban por su ausencia… Tiempos en los que eras menor de edad hasta los veintiún años, pero no había ningún impedimento para que con dieciséis años contrajeras matrimonio y tuvieras hijos.
A partir de los diez años se consideraba que las niñas ya estaban preparadas para realizar cualquier tarea.
Triste época en la que la infancia pasaba como un pequeño suspiro para dar paso, a muy corta edad, a duras jornadas de trabajo en el campo, en la mar, en la mina… Jornadas que, en la mayoría de los casos, se remuneraban con un plato de comida o una hogaza de pan.
– Madre, mis amigas se van al cine, ¿puedo ir yo también?
– ¡No! Mucho dinero quieres gastar y este es muy difícil de ganar.
– Madre… Pero si yo hoy he trabajado muy duro…
– ¡Y qué! Eso es lo que hay que hacer: trabajar para comer.
– Anda, madre, déjame ir, que me quiero distraer…
– Ya veremos… A ver, ¿qué película ponen?
– No sé, no lo miré, pero dicen que es muy buena y si lo dicen será que lo es… Anda, madre, déjame, que ya cumplí con toda la tarea que me pusiste… Déjame, déjame ir, madre, que mañana otra vez con la faena cumpliré.
– ¡No te callas, eh! Qué pesada… Anda ve, pero que sepas que antes de marchar a tu hermano tienes que dormir.
– Ay, madre, tú siempre cobras y yo sin rechistar te he de satisfacer…
A mi hermano en brazos cogía, a la calle lo llevaba y calle arriba, calle abajo, paseando le cantaba y le acunaba y el bebé, poquito a poco, se iba adormilando… Y una y otra vez repetía el paseo, calle arriba calle abajo…
A los ojos le miraba y susurrándole le decía “duerme hermano, duerme, que con mis amigas en el cine me quiero divertir, duerme, anda, duerme que, si no, madre no me deja ir y la sesión pronto va a empezar”.
Mi hermano me sonreía y no sé si porque me entendía y le daba pena o por lo que le cantaba y acunaba, el caso es que con el sueño de los ángeles enseguida me obsequiaba.
Con la función a punto de empezar… ¡Pies para qué os quiero! Corriendo con mi madre lo llevaba.
– ¡Madre, ya está!
– ¿El qué está, Carmina?
– Madre, ¿se te olvidó? ¡Que a mi hermano ya dormí!
– ¿Tan pronto, Carmina? ¿Cómo lo hiciste?
– Sí, a ti te lo voy a contar… Madre, ¿ya me puedo marchar?
– Anda, vete ya, pero ven temprano, que mañana hay que madrugar, porque si quieres comer, tienes que trabajar.