Dicen que el movimiento se demuestra andando… Que se lo digan a ellas, que paso a paso y sin parar, han ido haciendo historia y sumando logros en su haber.
Para conmemorar el Día de la Mujer podría enredarme vanagloriando todas las virtudes que esta posee, pero no queriendo desperdiciar la oportunidad que me da este periódico de poder expresarme y por miedo a terminar haciendo filosofía barata, pienso que lo mejor que puedo hacer es lo mejor que sé hacer: contar la historia de una mujer real.
Ambás 1955. Catalina da a luz a su segunda hija, una hermosa niña de casi cuatro kilos de peso, rubia y de enormes ojos castaños. Hace cuatro meses que Catalina dio por roto su matrimonio, ya que lo único que le aportaba era trabajo y gastos. Si tuviera que resumir la corta historia de este, ella lo haría diciendo “yo no mantengo vagos”.
Viendo que en la pequeña aldea donde vivía, el futuro laboral era muy inseguro e incierto (muchas horas de trabajo mal remunerado, que además le restaba tiempo de estar con sus hijas, que algunas veces dejaba al cuidado de alguna vecina y otras solas), la gran preocupación de tener que sacarlas adelante y proporcionarles un mañana mejor, la llevó a trasladarse a Candás, villa marinera en la cual, en aquellos años, no era difícil encontrar trabajo en las fábricas de conservas.
Si nos remontamos a la época de la que estoy hablando y a la peculiar situación de esta mujer, no nos resultará difícil imaginar las peripecias que esta tuvo que vivir y las habladurías de las que fue objeto. Sobra decir que en ese tiempo ir sola por la vida con dos hijas era inimaginable para muchas personas.
Le encantaba ir al cine. Era una asidua, junto con sus hijas, del cine Apolo, cuya entrada pagaban a menudo con les perrines extras que sacaban yendo las tres al pedreo a coger bígaros y llámpares que luego vendían en los bares.
Una tarde de otoño, la niña de enormes ojos castaños, que por entonces rondaba ya los ocho años, se percató extrañada de que mientras su madre preparaba los consabidos bocadillos de patatas fritas que siempre llevaban al cine, se prendía en el lado derecho del pecho un imperdible de unos diez centímetros de longitud con una punta afilada muy considerable.
En el cine, ya acomodadas en el gallinero, todo transcurría tranquilo mientras disfrutaban de una entretenida película de indios y vaqueros. La niña, sin embargo, no podía evitar desviar la mirada de cuando en cuando de la pantalla hacia el pecho de su madre, en el que parecía que el imperdible serenamente esperaba.
En este ir y venir de miradas, cuál fue su sorpresa, al ver en la penumbra que de la fila de atrás, una mano silenciosa se deslizaba por encima del hombro izquierdo de su madre cogiéndole el pecho, que morbosamente manoseó.
Aquellos enormes ojos castaños registraron en su mente otro de tantos sucesos abusivos hacia la mujer que no olvidaría jamás.
Catalina no dio muestras de reacción alguna, si bien, con gran discreción, soltó el enorme imperdible que tenía sujeto en su ropa y con la furia de todas las mujeres ultrajadas a lo largo de la historia se lo clavó en la mano a aquel inmundo sujeto.
No se oyó absolutamente nada, un silencio sepulcral inundaba la sala.
La mirada de la niña se movía entre una sombra que se alejaba y entre la enorme pantalla del cine que en ese preciso momento anunciaba el final de la película.
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