Si en el amanecer del mundo, cuando este aún comenzaba a modelarse y emprender su andadura, Prometeo, Titán de Titanes y amigo de los mortales, no le hubiera robado el fuego a los Dioses para entregárselo a los hombres, quizá nunca habríamos podido disfrutar de sus bondades en nuestros hogares.
El fuego es fuente de luz y calor, anfitrión de reuniones que, con el crepitar de la leña, despierta los sentidos y aviva la imaginación.
Muy cerca de aquí, en la ladera del Monte Areo en Ambás, semiescondida entre un grupo de fragantes mimosas, hay una pequeña casa de piedra, con ventanas y doble puerta de vieja madera. En el tejado se yergue orgullosa la chimenea de una cocina de leña que, humeante, saluda e invita a los vecinos a entrar.
En ella vive una mujer de mediana edad que tiene fama de no estar muy en sus cabales. Su relación con la gente es un tanto peculiar y además habla con…
– “Loca”, dicen que estoy. ¿Por qué? Porque con mi cocina hablo yo. ¿Y por qué no lo voy hacer, si ella a mi me habla también?
Bien educado aquel que a todos ha de atender. Yo alimento le doy y ella, como compensación, compañía y conversación.
Historias ella me cuenta… de cómo era antes la vida y de cómo ella servía para cocinar grandes manjares. Me cuenta que en grandes casas trabajó, y en pequeñas también, pues ella clasista nunca fue. A todos por igual trataba; comida les hacía y la única condición que ponía era que la alimentaran con un poco de leña que ella habría de quemar.
– ¿Qué me dices? ¿Que estás triste? ¿Porque la gente ya te olvidó? No, no… Yo no te olvidé, conmigo siempre te he tenido; hace muchos años ya que nos encontramos. ¿Recuerdas que al principio solo tenías la chapa de arriba? ¡Con qué poco te vestías…!
– Perdona, perdóname… que te interrumpí. Me ibas contando que grandes cosas hacías. Además de la comida, que ya tiempo te llevaba, también calentabas el agua para el baño. ¡Ay, cocina! Yo me pregunto… ¿Se daba cuenta la gente de todo lo que tú hacías?
La casa mantenías caliente para que la gente friolera como yo ni un mal rato pasara. También tu calor compartías con las planchas que encima te posaban y así, a ellas les permitías arreglar el desaguisado que el lavado producía.
Dices que otros más preparados que tú el puesto te quitaron, pero, ¡ay cocina!, yo te digo, y perdona que te vuelva a interrumpir, que más preparadas estarán, pero todo lo que tú has vivido, ellos nunca lo vivirán…
Yo conmigo te guardo y a mi gente siempre cuento todo lo que por nosotros hacías…
¿Que tú también lo quieres contar? Bien, entonces yo les enseñaré cómo te han de escuchar; que los días de viento y lluvia es cuando más ganas tienes de hablar; que para escucharte, basta solo con ofrecerte un poco de leña para quemar.
Ay, cocina, una última cosa te he de pedir… El día que yo me vaya, otros habrán de llegar. Cuéntales también a ellos y añade otra historia más: la de la relación singular que mantenían “una cocina y una loca de atar”.