Tronco añejo

Ella trabajó toda la vida como bibliotecaria. Su gran amor por los libros con el tiempo le fue forjando un carácter de trotamundos y aventurera, que la llevó a viajar por todo el mundo siempre que su economía y sus obligaciones se lo permitían.

Se casó siendo muy joven, pero su matrimonio duró lo que un pequeño suspiro. Su disparidad de caracteres y la personalidad inquieta de ella les llevó a apearse en la primera estación de la vida; vida que fue muy intensa y que fue desgranando mes a mes y año a año, disfrutando al máximo, como si no existiera un mañana.

Siempre estaba rodeada de amigos, no le gustaba la soledad. Según pasaban los años y se acercaba el momento de la jubilación y con ella de la vejez, un temor se acrecentaba en su pecho, produciéndole pequeñas crisis de ansiedad. Le acechaba la duda de si sería capaz de afrontar el tan temido retiro, pues sus compañeros de trabajo eran su única familia.

Cuando finalmente se vio inmersa en esa nueva etapa de su vida, se dio cuenta de que también era un periodo de crecimiento personal, de nuevas vivencias y experiencias, que vinieron acompañadas de nuevas amistades.

Decidió que el tiempo que le quedara de vida se lo dedicaría a los demás, a todas esas personas que vivían en soledad, sus compañeros en la vejez. Atendiéndoles a ellos, su vida se llenaría de compañía.

Y así Juana se creó una nueva imagen. La sobriedad de su uniforme de trabajo dio paso a un peto de tela vaquera, con grandes bolsillos y algún roto que otro, que combinaba con una alegre camisa de flores, unas botas camperas y un gran sombrero de paja. El día de la metamorfosis se miró al espejo y satisfecha con la imagen que este le devolvía, gritó muy alto: “¡Sigue girando mundo, que yo no me apearé jamás!”.

Llenó su vieja tartana con todo tipo de libros y se dedicó a ir por los pueblos intercambiándolos, prestándolos y leyéndoselos a todas las personas que desearan su compañía.

Él desde muy niño tenía muy claro lo que quería ser de mayor: capitán de navío. Su primer barco fue un pequeño carguero que su padre, con toda la paciencia y cariño del mundo, le hizo con pequeños trozos de madera. Mientras lo hacía navegar por las bravas aguas de la bañera, cientos de sueños pasaban por su cabeza, sueños que según fue pasando el tiempo poco a poco se fueron realizando.

Se matriculó en la escuela de náutica y sin ninguna dificultad sacó su título, con el que la vida que tanto había deseado, daría por fin comienzo.

Era un hombre al que le gustaba la soledad, disfrutaba de ella y de estar consigo mismo. No necesitaba ningún tipo de compañía para sentirse en plenitud.

Pasó muchos años surcando mares y atracando en diferentes puertos. Nunca tuvo una pareja estable: un amor en cada puerto, sin ataduras ni nadie a quien dar cuentas.

En Alejandría se enamoró de una bailarina. Su belleza y su arte interpretando la danza del vientre hicieron que su corazón palpitara alocadamente. Pero eran dos almas libres: ella siguió danzando y él regresó con su gran amor, la mar.

Poco a poco la vida fue pasando y acercándose la vejez y con esta, la jubilación, pero él tenía claro que el resto de su vida se la seguiría dedicando al mar, seguiría disfrutando de su soledad cerca de él.

La soledad y la vejez juntas van de la mano; de nosotros depende el saber armonizarlas.

Tiempo hacía que a Juana le bailaban mariposas en el estomago. Estaba enamorada, pues de cuando en cuando se encontraba en el camino, oteando el horizonte, a un apuesto caballero con barba blanca y gorra de capitán. Por él se sentía atraída y con él soñaba noche y día. Era su lobo de mar.

Apartados del sendero, buscando intimidad, arrimados se sentaban a charlar. Él le contaba historias de su barco y de su mar y de un tesoro escondido que algún día iría a buscar. Luego se despedían: él con un “hasta luego Juana, en breve nos vemos” y ella con una sonrisa, mientras para sus adentros decía “nos vemos, amado mío, mi soñado lobo de mar”.

El fuego estaba encendido y la pasión que despedían, claro estaba que algún día la iban a apagar.

Caía la noche cuando Juana regresaba de recorrer los pueblos. Se desató entonces una fuerte tormenta, que la apremió a buscar un refugio donde cobijarse.

Vio una luz a lo lejos que, como imán al metal, a ella le atraía. Se desvió de su camino dejándose guiar por ella. Sin saber por qué, cuánto más se acercaba a la luz, más fuerte palpitaba su corazón.

Llamó temblando a la puerta, con idea de pedir refugio y cuando la puerta se abrió, le pareció estar en un sueño, pues el hombre que atendía el faro no era otro que su adorado capitán.

“Bienvenida seas, Juana, a este humilde lugar. La chimenea está encendida, te ofrezco calor de hogar y pasar una noche conmigo, si tú también la quieres pasar”.

El amor no tiene edad, ni barreras, ni fronteras. Dos corazones libres que nos vamos a juntar, para disfrutar del placer de ser amados y amar.

Una suave melodía a los dos los envolvió. Él a ella le quitó el sombrero, ella a él la gorra de capitán. Sus manos enamoradas volaron en libertad, escudriñando rincones, satisfaciendo necesidad. Se fueron desvistiendo el cuerpo, se fueron desnudando el alma. Con pasión se besaron y con desenfreno se amaron.

El fuego que ellos sintieron es difícil de igualar, pues el tronco añejo arde con calma y seguridad.

Aunque muchos eran los años que sumaban entre los dos, el amor es infinito, el amor nunca se acaba y cuando a dos aventureros el destino los une, la chispa se enciende y hace arder la llama. Ya arreció la tormenta, ya se instaló la calma.

Al alba se separaron sin decir ni una palabra, la mirada fue suficiente para saber que, muy pronto, sus corazones ardientes se volverían a encontrar.

Relato finalista 1º concurso de relatos cortos”No me llames soledad” de la Federación Asturiana de Concejos 2022

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