Érase una vez un hermoso pueblo en el que vivía una hermosa dama, en una hermosa casona de esas que llaman de indianos.
La preciosa mujer desposada estaba con un señor, digamos que de esos de antes, egoísta y machista, que solo pensaba en él.
Se pasaba las semanas, los meses y los años de país en país, viajando, mientras ella se quejaba de que siempre sola estaba y él, para contentarla, en lugar de quedarse en casa, en una visita a Brasil le compró un loro parlanchín para que le hiciera compañía, ya que también era celoso y no le gustaba que nadie la visitara. El ave y el señor parecían primos hermanos, pues en todo se parecían… ¿Que en qué? Más adelante el misterio les resolveré…
De tanto andar de acá para allá, este buen señor una enfermedad contrajo que en la cama le postró y a la muerte le llevó, pero antes de que esta se presentara le dio tiempo a dejar por escrito sus últimas voluntades. Hizo prometer a su mujer que nunca tomaría un nuevo marido que le supliera y que todas las Navidades, en la Nochebuena, reservaría un sitio para él en la mesa, por si algún día pudiese volver.
La hermosa dama, iba a decir sola, pero mejor diré que viuda se quedó. Ni triste ni compungida estaba, pues muy cerca tenía a alguien que por ella los vientos bebía y mucho la divertía, un vecino enamorado que cortejarla quería.
Ella a su casa le invitaba, pero el loro puñetero -y ya les resuelvo el misterio-, egoísta y mal nacido, siempre le repetía: “Acuérdate de la promesa que en el lecho de muerte a tu marido le hiciste” y zurra y dale que te dale, el loro, cada vez que el vecino venía, esta cantinela le decía.
La hermosa dama pesadillas con el cansino pájaro tenía y a la cabeza vueltas le daba, de cómo solucionar este drama.
Pero como no hay mal que cien años dure, un día de madrugada que en la cocina desvelada se encontraba saboreando un buen café, la inspiración le llegó.
Las últimas voluntades para encender el fuego utilizó. El alpiste del loro con arsénico aderezó. Cada pluma que le arrancaba, una maldición le echaba.
¡Maldito loro parlanchín, qué poca consideración me tienes! Quién a esta casa te trajo, ya de esta casa se marchó y ahora yo soy la dueña y señora y tú, por desleal, como asado para la fiesta en la mesa has de terminar.
Las promesas para siempre nunca llegan al final, pues siempre hay algún vecino que te hace recapacitar.