Hace muchos, muchos años que empezó a celebrarse la entrada y salida del año y se hacía con una gran fiesta que duraba once días y en la que abundaban deliciosas viandas y licores. Entre otras cosas, las personas se afanaban haciendo promesas a los dioses con la intención de verse recompensados por ellos al cumplirlas.
Y desde hace muchos, muchos años, tú, Año Nuevo, nos visitas. Las campanas del reloj me avisan de que has llegado. Te recibo con cautela, pues nunca dices por delante todo lo que contigo llevas.
Mirando hacia atrás te dijimos “vete con Dios, amigo” y atisbando la mirilla, despacio, muy despacito, la puerta vamos abriendo y mirando hacia adelante te recibimos, amigo.
Navegaremos juntos, queramos o no queramos, pues no nos das opción de elegir diferente compañía, no nos das otra salida.
Comenzamos la andadura con promesas e ilusiones, pensando en todo lo bueno que nos puede acaecer, pero hemos de ser cautos, ya que no cabe el engaño, pues tú nos vas sembrando piedras y estas hacen mucho daño.
No dejo de preguntarme por qué pones tantas pruebas, con qué intención lo haces, si es que quieres que veamos todo lo que nos equivocamos, por mucho que pase el tiempo con cadencia indefinida, para que no nos olvidemos de los errores cometidos… Nos pones la zancadilla, se repiten las pandemias, nos cambia la climatología y por si fuera poco, nosotros caemos en el pecado de la avaricia, asaltando y robando para incrementar nuestra riqueza, vamos buscando guerras y otras porfías… Y mientras el hombre exista y consiga mantenerse sobre la faz de la tierra, debido a su cabezonería y a promesas no cumplidas, nos veremos condenados a soportar duras pruebas y esto me lleva a la conclusión de que la sociedad no aprende de sus propios errores, tropezando una y otra vez en las piedras que nos pones.